viernes, 8 de agosto de 2014

Greguería

Ilustración de Abel Cuevas www.abelcuevas.com


martes, 3 de junio de 2014

El mapa no es el territorio

(Finalista del IX Certamen Internacional de Relato "La lectora impaciente" 2012)


El rugido metálico de la lata al abrirse me trae de vuelta sensaciones perdidas desde hace casi una semana. La sostengo en la mano, fría, y antes incluso de acercar mis labios a ella noto que se me calma el pulso. Que respirar, incluso, parece una tarea más sencilla. Después de probar diferentes distancias decido que es a unos dos metros de la pared como mejor perspectiva tengo, sin llegar a perder ningún detalle. A las tres de la mañana no hay apenas ruidos de la calle que puedan distraerme y, aunque el naranja de las farolas entra de lleno en el salón, enciendo la lamparita de la mesilla, dirigida directamente a la pared, creando una especie de proyector de cine.



La primera vez, en la habitación, al lado de la cama. Me desperté, encendí la luz del flexo y lo vi ahí, jugando en el suelo con el paquete de tabaco. Tratando de llamar mi atención. Lo primero que pensé es que quizá estaría a punto de amanecer, pero el reloj marcaba poco más de las doce. No llevaba durmiendo ni una hora, y lo único que necesitaba era dormir de un tirón. De una maldita vez.



La cerveza nunca ha sido mi primera elección pero, con la nevera vacía, y después de haber vaciado todas las botellas por el váter por tercera vez en un mes, es lo único que puedo conseguir de uno de los vendedores clandestinos apostados en las esquinas del centro de la ciudad. Un pack de seis latas. A tres veces su precio real. Podrían haberme pedido el doble de eso.



La segunda vez ya había cerrado la puerta de la habitación, después de echarlo de una patada. A punto de conciliar el sueño de nuevo. Y entonces llega desde el baño. Ras-ras. Otra vez. Ras-ras. Media vuelta en la almohada. Ras-ras. Respirar hondo, todo lo que me permitía la presión en el pecho. Pero ya no había manera. En pie otra vez, mientras notaba el sudor acumularse en el borde de la frente. Ahí estaba el muy cabrón, haciendo pedazos el rollo de papel higiénico. Un grito. Agazapado, me mira a los ojos. Congelado por el miedo. Sabía que se la estaba jugando, y no se atrevía a moverse.



Tres sorbos seguidos y la lata está casi vacía. Mi cuerpo se relaja un poco en el sillón. Los músculos vuelven a sentirse flexibles. Ya no son sólo mis ojos, estas dos bolas instaladas a cada lado de mi cara, sino mi claridad mental restaurada, la que me permiten observar el cuadro frente a mí. Me acomodo un poco más en el cuero gastado y roído del sillón negro. Y sonrío. Siento la espuma calar un poco por encima del labio superior, casi hasta el bigote. El blanco de la pared ha quedado salpicado de una amalgama de grises, negros, y rojos. Sobre todo rojos. Una extensión irregular de diferentes texturas, más líquida hacia abajo y a la izquierda, más viscosa por el centro y un poco deslavazada en la derecha. Una composición casi perfecta. Me levanto a por otra lata.



La tercera vez ya sabía que volvería a ocurrir. Que no podría dormir más. Boca abajo en la cama, intentando controlar los temblores, esperando el momento en el que tenga que volver a levantarme. La mano me ardía por unos azotes infringidos con la mayor rabia posible. Encerrado en el pequeño cuarto, en el de la comida y la arena. Y allí vuelve a hacerlo. Un pequeño golpe contra la pared. Clok. Unos segundos después, otro más. Clok. Un golpe y algo que rueda por el suelo. Me cago en tu puta madre. Te vas a enterar.



Con la siguiente lata empiezo a reconocer formas concretas. Hay algo en los bultos de gris sebáceo que recuerda a las nubes previas a una tormenta. Su pausado movimiento parece, en efecto, llevado por un viento premonitorio. Me pregunto si no estoy creando una nueva forma de arte. Los chorros purpúreos diseminados aquí y allá son aspas de un molino que giran al son de la tarde. La sangre acude a mis ojos como un manantial y apenas puedo mantenerme sentado. Sin darme cuenta, empiezo a canturrear algo en voz baja.



Con una mano lo agarraba del pescuezo, apretando fuerte, sintiendo mis dedos casi tocar unos con otros por debajo de su piel. Con la otra abría el armario del trastero. El de las herramientas. Y de ahí al salón. Un martillo, dos clavos, y una criatura que no paraba de maullar y revolverse. Pero sin escapatoria. Demasiado tarde. El primer golpe desataba un alarido que quebraba el silencio de la noche. Ya no había vuelta atrás. Meaaaawwww. Otro golpe. Otro. Uno más. Y ya, después, el silencio.



La última lata descansa estrujada a mis pies. Unas gotas se escapan de ella formando un pequeño charco amarillo. ¿Soy yo, o esas formas abstractas en la pared comienzan a hablarme? Pestañeo varias veces, con esfuerzo, me cuesta mantener la vista. Y empiezo a identificar realidades que me son demasiado conocidas. Esos ojos que aún parecen tener vida me miran asustados. Suplicando clemencia, como los otros ojos que vi marcharse de esta casa tras un portazo. Un eructo que amenaza vómito sale de mi boca. Me levanto. Me acerco, y me fijo en las uñas. Unas uñas afiladas, desplegadas en toda su extensión, buscando un resquicio al que agarrarse. Como tantas noches, promesas de última ebriedad, aferrado a una almohada que todo lo sabe, clavándome en su consuelo y su esperanza de lino. Me fallan las piernas. Apoyo un poco las manos sobre la pared, y mis dedos tocan la sangre. Sangre aún caliente que ha abandonado a su cuerpo a borbotones. Como la mía propia, día tras día diluida un poco más en su propio veneno y antídoto, pidiendo a gritos ser restañada. Y entonces me doy cuenta. Lo que está ante mi no es un cuadro, sino un mapa. El mapa de mi propia vida, a escala desfigurada. Trazando círculos concéntricos en un recorrido incierto, a través de unas coordenadas que no elegí, y llevándome, de la mano, a un destino que hace demasiado ya escapó a mi control.


martes, 25 de marzo de 2014

La última vez que pisé una playa



La última vez que pisé una playa Miguel no ocupaba más de unos centímetros en el vientre de Adela.

Acabamos yendo tan sólo después de que ella me lo hubiera pedido insistentemente durante varios meses, con aquello de que no habíamos tenido luna de miel porque la sucursal del banco no quería prescindir de su nuevo director durante dos semanas. Y mientras entonces Adela se tostaba al sol mañana y tarde, yo intentaba mantenerme alejado del calor bajo el aire acondicionado del bar del hotel.

Hoy, aquí, no hay bar en el que refugiarse. El hospital está un poco apartado del pueblo, y el olor a enfermedad te inunda aun en la sala de espera. Los médicos pronuncian su nombre sin mirarnos a la cara. Sin dejar de lloriquear, nerviosa, Adela me aprieta la mano. Pueden pasar a verlo diez minutos. Entra tú, voy a darme un paseo.

            Las palomas se mezclan con algunas gaviotas en una coreografía del hambre. Suben, bajan, revolotean, buscan con sus picos alguna miga entre los granos de arena. Me ignoran, quizá porque para ellas soy sólo parte del amarillo que me rodea. La piedra desgastada del paseo solitario. La arena. El sol abrasador de las cuatro de la tarde. Mi camisa con varios botones desabrochados. Era una curva muy pronunciada y sin señalizar, han dicho. Ya antes había habido algún susto con otros motoristas. Pero nunca así.

            Por primera vez desde que estoy sentado en este muro que da al mar se levanta un poco de brisa. Cuando intento poner en su lugar este manojo de canas al que llamo pelo, mi mano se lleva unas gotas de sudor de la frente. Con el sudor de tu frente, Miguel. Así se lo solía decir. Y no holgazaneando y rodeándose de esas compañías que entraban y salían de casa a cualquier hora. Una ingeniería. O medicina, por Dios. Tenía todas las oportunidades para hacer lo que quisiera. Las que muchos no podían tener. Pero nunca parecía escucharme. Cansado de estar sentado sobre la dura piedra me incorporo sin dejar de mirar al horizonte. A lo lejos, casi como una mancha, aparece la figura de un barco. Y de repente quiero estar allí, en medio del agua. Ajeno a este pueblo, a esta playa, a este calor.

            Un poco por no quedarme así, inerte, a la deriva, y un poco por no volver ya al hospital, comienzo a caminar en la arena. Los zapatos se hunden con facilidad, pero la huella que dejan desaparece al instante. No os soporto más. Pues vete. Vete y no vuelvas más por aquí. No serás bien recibido. El murmullo del agua me trae las últimas palabras que nos dijimos. Ahora no saben si volverá a hablar. A escuchar. Puede que aguante así años, sin dar el más mínimo signo de vida. Sin darme cuenta llego hasta donde la arena está mojada. Me doblo y me quito los zapatos, primero. Los calcetines. Los sujeto con una mano mientras con la otra me remango un poco los pantalones. Los últimos suspiros de las olas comienzan a mojar mis pies. Para estar en agosto, tengo la impresión de que el agua está demasiado fría.