jueves, 20 de marzo de 2008

Un pie delante de otro


El cielo había dado los buenos días en un generoso azul, pero desde hace un rato está empezando a hablar en gris. Hay algo en él que añade aun más tensión a la que cabía esperar en la línea de salida, y de repente el ejercito de piernas desnudas que me rodea es atacado por una invisible invasión de insectos. Ninguna parece estarse quieta. Unas se flexionan sin moverse del sitio, arriba y abajo y arriba otra vez. Otras dan pequeños saltitos intentando huir de un suelo que parece quemar. Tan sólo unos segundos para el comienzo de la carrera. La gente a los lados de la calle vibra en un murmullo contenido, pero sus voces se oyen desde lejos, como a kilómetros de distancia, mientras todos quedamos encerrados en un falso silencio del que sólo nosotros somos partícipes. Miro a mis piernas y me doy cuenta de que tampoco ellas están quietas.

Los últimos meses de entrenamiento han sido muy duros. Seis horas al día, con frío o calor, sol o luna, lluvia o viento. Sólo, con la única compañía del cronómetro y unas zapatillas que gritaban “no puedo más” en forma de desgastada suela. Ahora nada de eso importa. Ahora, a pesar de estar rodeado por más de cien rivales, vuelvo a estar sólo. Pero no hay más pruebas por delante, no más días malos en los que los segundos se te van de las manos. Hoy no hay posibilidad de fallar.

Suena un disparo al aire y la masa homogénea empieza a moverse. Es difícil hacerse un sitio en cabeza, todos quieren demostrar sus energías desde el principio. Noto un codazo por la izquierda. Intento no perder el ritmo y devuelvo el golpe, pero no encuentra su objetivo. Cientos de espectadores se agolpan a los lados de la avenida por la que la carrera toma su inicio. Intento no mirar. Toda mi concentración está en poner un pie delante del otro, lo más rápido posible, y en llevar la respiración controlada. Inspirar, expirar, inspirar, expirar. La legión de marchadores está en movimiento y sólo la línea de llegada pondrá final a su acelerado ritmo.

El grupo comienza a estirarse y las posiciones empiezan a quedar definidas. Los favoritos intentan no perder comba, un mal inicio será casi imposible de recuperar más adelante. Mi ritmo es bueno, el paso ágil, y veo la cabeza de carrera tan sólo unos metros más adelante.

Miro a las nubes que siguen cubriendo el cielo y sonrío. El abrasador sol de julio que había brillado los días previos sólo favorecería a los corredores más acostumbrados a las altas temperaturas. No podría haber elegido mejores condiciones para competir. Un soplo de confianza recorre mi cuerpo de arriba abajo y esto hace que note mis piernas más ligeras. La imagen del podio que durante tanto tiempo ha aparecido en mi mente parece hoy más cercana que nunca.

La carrera discurre ahora por calles más estrechas. El raso de la gran avenida se convierte en un subir y bajar sobre un empedrado irregular. A los lados, pequeños comercios permanecen abiertos, pero todo el mundo está en las puertas dándonos la bienvenida y el adiós en un breve intervalo de segundos. Echo un vistazo al cronómetro. Veinte minutos, casi un tercio de la carrera y apenas quedamos quince en el grupo de cabeza. Los demás han perdido ya prácticamente toda opción de victoria.

A mi lado pasa la moto de la televisión y pienso en mis padres sentados en el borde del sofá, con todas sus esperanzas puestas en mí. “Este mundo está hecho para los ganadores”’, solía decirme mi padre. Hoy tendrá la oportunidad de comprobar que no se equivocaba conmigo. Tengo la tentación de girarme y mirar a la cámara, pero no quiero parecer demasiado confiado.

El ritmo está siendo muy fuerte. Si seguimos así es posible que se bata algún record. Ahora empieza a salir el sol. Empiezo a sentir la presión en las piernas, pero no puedo aflojar. Pie derecho adelante, luego el izquierdo, otra vez el derecho, y los brazos acompañando gentilmente el movimiento. Tengo la frente empapada en sudor. Inspirar, expirar, inspirar, expirar.

La calle se abre en un paseo flanqueado por grandes árboles. Al fondo, la pancarta de cinco kilómetros para la meta. Soy quinto, me noto con suficientes fuerzas para aumentar el ritmo un poco más y dar el golpe definitivo a la carrera. A la derecha hay un puesto de avituallamiento con agua y fruta. Observo como los demás alargan sus manos sin disminuir el ritmo para coger algo del puesto. Intento decidir si quiero comer algo o sólo ingerir un poco de líquido. El cielo está cubierto de pájaros que vuelan en una y otra dirección. Llego al puesto y veo los vasos de agua dispuestos en fila, uno detrás de otro. Mi mano se prepara para coger uno, pero sólo coge aire. El brazo se queda extendido, hacia atrás, intentando encontrar el vaso sin volverme para no perder el ritmo. Doy un traspié. Pierdo el equilibrio y noto como las piernas se doblan, sin obedecerme, irremediablemente hacia abajo.

Estoy en el suelo. Mis rodillas han chocado contra el pavimento y están sangrando. Suelto un grito. No sé si es dolor o rabia. Miro hacia arriba, tres marchadores que venían detrás de mí me están adelantando. No es justo. Quiero decir algo, pero sé que es absurdo. Intento levantarme rápidamente, pero el dolor es tan intenso que tengo que ayudarme con las manos para apoyarme en el suelo e incorporarme poco a poco. Otros dos corredores pasan a mi lado y se quedan mirando. Me sacudo las manos en la ropa e intento retomar el paso mientras la sangre corre por mis piernas en finos regueros.

La carrera está perdida. Días, semanas, meses de intensa preparación tirados por tierra en un absurdo descuido. Mi cuerpo está ardiendo, todo dentro de mí está en ebullición. Las lágrimas se amontonan para salir a borbotones por mis ojos, pero intento disimular y seguir hacia adelante. No tiene sentido. Unos diez contrincantes deben haberme superado y ni siquiera tengo fuerzas para mantener mi puesto actual. Pienso en mis padres viéndome por televisión y empiezo a llorar ¿Debería retirarme? ¿Abandonar ya y ahorrarme el sufrimiento de arrastrarme hasta la meta?

Las piernas pesan ahora el doble y cada paso es un latigazo en mi espalda. Quedan apenas dos kilómetros para el final, pero me siento como si quedaran doscientos. Detrás de mí siguen apareciendo más corredores que me adelantan con suma facilidad. Exhausto, me detengo. Y en ese momento oigo un estallido por encima de mi cabeza. Un inmenso rayo cruza el cielo de un lado a otro y toda la calle se ilumina con un blanco resplandor. De la nada, enormes gotas empiezan a caer empapando todo lo que encuentran en su camino. La calle, el suelo, los bancos, la gente que sigue aplaudiendo tras las vallas. Las mismas gotas lo mojan todo. A los ganadores y a los perdedores. A los afortunados y a los desdichados. A mí. Las lágrimas de mi cara se vuelven una con las gotas de la lluvia. Miro hacia el cielo, respiro hondo y continúo la marcha. Lo único que quiero es llegar. Cruzar la meta y levantar los brazos en un gesto de victoria.

miércoles, 5 de marzo de 2008

La calle del Porvenir


Jaime trabajaba en un banco. Más concretamente, detrás de la ventanilla de un banco. Todos los días, de nueve a dos, atendía a decenas de personas que esperaban una larga cola para llegar hasta él. Transferencias, ingresos, consultas de saldo y hasta alguna que otra reclamación.

Todos los días, también, Jaime recorría el mismo camino hasta llegar a su banco. Salir de portal, girar a la derecha y caminar hasta el final de la calle del Fraile, dejando a un lado la panadería de al lado de su casa, la inmobiliaria, el siguiente portal, el bar de Antonio, la peluquería, el garaje, otro portal, la agencia de viajes, la pescadería, otro portal más y finalmente el estanco de la esquina. Después cruzaría el semáforo para entrar en el parque del Anhelo, el cual atravesaría por el paseo central hasta llegar al otro extremo, en la glorieta del Tedio, justo donde se encontraba su banco.

En los tres años que llevaba ya en esa sucursal, ni tan sólo un día se permitió la licencia de alterar tan ya arraigada tradición. Conocía uno a uno los adoquines que pisaba, y estos a su vez le acompañaban hasta su trabajo con una cálida familiaridad. Pero una mañana de febrero, al salir del banco, Jaime se encontró con una desagradable sorpresa. Unas obras municipales habían invadido el parque, y el tránsito al público estaba cerrado. Con un pequeño gesto de desaprobación, Jaime miró a ambos lados del parque, y decidió que lo rodearía por la calle del Porvenir, que quedaba justamente en su lado derecho.

Nada más entrar en ella se subió el cuello del abrigo, aunque no tenía frío y el sol brillaba con más fuerza de lo normal en esas fechas. Miraba a la gente por el rabillo del ojo, temeroso de que alguien pudiera reconocer al intruso en territorio ajeno. Decidió acelerar el paso, intentando que aquella calle se hiciese más corta. Uno a uno, los portales y escaparates pasaron de largo. Su vista indicaba al frente, pero un par de veces tuvo que ser esquivado por sendos peatones en dirección contraria. Y de repente, aunque él no había dado orden alguna a sus pies de que dejaran de moverse, se paró. Había visto algo. O algo le había visto a él, porque Jaime estaba seguro de que no se había fijado en nada que pudiera hacerle aminorar su ritmo. No había nadie a su lado en ese momento. Buscó con la cabeza a derecha e izquierda, y al fin lo encontró. Unos pasos más atrás había una tienda de deportes en la que no había reparado. Se acercó al escaparate, y al instante reconoció lo que le había hecho detener la marcha. Metidas en una urna de cristal, en el centro del escaparate, estaban unas zapatillas. Eran unas zapatillas deportivas, blancas con tiras rojas, pero había algo en ellas que las hacía diferentes al resto de zapatillas que Jaime había visto en su vida. Un extraño mecanismo, seguramente instalado en la suela, hacía que emitieran un destello de luz intermitente, de color ámbar verdoso, y que hacía que toda la urna se iluminase como por arte de magia.

Esa noche no pudo dormir. Mientras daba vueltas sobre sí mismo en la cama, la imagen de las zapatillas aparecía una y otra vez en su cabeza. Había estado cerca de una hora plantado frente al escaparte, mirándolas, y durante ese tiempo había olvidado por completo su obligatorio desvío, las obras del parque y a todas las personas que había atendido esa mañana. Pero el sueldo de un empleado de banco no daba para caprichos, y el precio de aquellas zapatillas era tan excesivo que sólo con recordarlo un sentimiento de culpa le recorría el cuerpo desde la cabeza a los pies.

Al día siguiente, como todas las mañanas, Jaime desayunó café con tostadas, se duchó, se vistió y se dirigió al banco reanudando su trayecto habitual. Pero por primera vez en tres años las tostadas se le habían quemado, había cruzado el semáforo en rojo y no le habían cuadrado las cuentas. Al salir del trabajo, justo antes de entrar en el parque del Anhelo, Jaime se detuvo. Miró a su derecha, en dirección a la calle del Porvenir, alzó la cabeza y respiró hondo. Justo en el momento en el que empezaba a girar todo su cuerpo en esa dirección, recordó que esa semana debía hacer el pago del alquiler de su piso. Bajó la cabeza de nuevo, tosió ligeramente y se dirigió de nuevo hacia el parque parta volver a su casa.

Desde ese día, cada vez que Jaime llegaba a la puerta del parque a la salida del trabajo no podía evitar unos segundos de duda mientras miraba a la calle del Porvenir. Pero un día se dio cuenta de que se acercaba el cumpleaños de su madre, al otro recordó que tenía la nevera casi vacía, al siguiente creyó más necesario arreglar la lavadora que llevaba semanas sonando como una carraca, otro más allá pensó en la factura del dentista al notar como le empezaba a doler una muela y otro después fue el seguro contra incendios que le habían ofrecido por teléfono el que le hizo entrar de nuevo en el parque.

Hasta que un día, pasadas unas semanas, Jaime volvió a encontrase en su encrucijada a la entrada del parque. Como de costumbre, se paró, y empezó a rebuscar en su mente. Pero no encontró nada. Había pagado todas las facturas, no había nada en su casa que se hubiera estropeado, no necesitaba hacer regalos a nadie, y su nevera estaba a rebosar. Siguió allí de pie, rascándose la cabeza y haciendo esfuerzos por recordar un gasto pendiente que se le hubiera olvidado. Y al fin, pasado un rato, se dio cuenta de que no había ninguno. Una sonrisa torcida se instaló en su cara, y antes de que le diera tiempo a arrepentirse, echó a correr a toda prisa por la calle del Porvenir. Las zapatillas serían suyas. Iba de un lado a otro de la acera, sorteando transeúntes que obstaculizaban su paso, y apenas pudiendo mantener la respiración. Justo antes de llegar a la tienda de deportes, aminoró el paso. Empezó a caminar tranquilamente, se ajustó la chaqueta e hizo un ademán de peinarse con la mano. Pero no pudo acabar el movimiento, ya que al girarse para poder verse en el reflejo del escaparate antes de entrar en la tienda, se dio cuenta de que la urna estaba vacía.